Saiz y la penumbra
En los tiempos que corren, proclamar a los cuatro vientos que uno profesa admiración por Manolo Saiz, es una acción que resulta algo más que embarazosa. A mi me sucede tal circunstancia.
Recuerdo con mucha nostalgia no sólo la figura de Manuel Saiz Balbás, sino también la de Pablo Antón Idroquilis. Permanece aún hoy en día en mi memoria, aquella época en la que eran dos jóvenes entusiastas recién licenciados que marcaron un antes y un después en el ciclismo de base español. Un soberbio trabajo, amparado por Jose Luis Ibáñez-Arana, que permitió dar un paso de gigante en la construcción del ciclista desde la base, pasando de una formación tradicionalista, improvisada y empírica a una de corte más estudiada, programada y científica.
El cambio que marcaría su vida, aun sin saberlo, sucedería unos años más tarde. Fue el momento en el que entró a trabajar en la ONCE para llevar las riendas del ciclismo en tándem para ciegos y deficientes visuales. Su también exitoso trabajo, llevó a los rectores de la ONCE, tiempo después, a financiar un proyecto de equipo ciclista profesional, que inició su andadura en 1989.
A decir verdad, la irrupción de Saiz en el ciclismo profesional, no tuvo una buena acogida. Llegaba al ciclismo una persona instruida en la preparación física, cuando todos los presentes eran más o menos personas con experiencia anterior en este deporte como ciclistas, que en un momento dado y por los más variados motivos, pasaron al volante del automóvil sin preparación alguna para ello. Curiosamente, décadas después, está cerca el día en que para acceder a la más alta de las titulaciones de entrenador nacional de ciclismo, se hará necesaria y obligada la posesión de la licenciatura de la facultad de las ciencias de la actividad física y del deporte.
Tiempos de innovación. De ciclistas entrenando sin más compañía que un pulsímetro y de corredores deseosos de competir para liberarse de los estajanovistas sistemas de entrenamiento que realizaban. Sueldos de figura para ciclistas que bien pudieran serlo en otros conjuntos pero que inflexiblemente debían aceptar un rol jerarquizado que les alejaba del brillo rutilante que desprenden las estrellas victoriosas. Tiempos en los que para ser el mejor, había que prepararse mejor que nadie. Años de ideas claras en una sólida estructura tanto económica como humana, donde el equipo estaba por encima de todas las cosas.
Pero llegó el final la época amarilla, que bien podría decirse dorada, y llegaron tiempos oscuros, de resquebrajamiento del grupo de trabajo, de acciones incomprensibles, y lo que más encorajina a uno, la de la traición de unos principios.
Hoy en día, en el ciclismo hay una persistente bruma que se expande irremediablemente, dónde los jóvenes ciclistas se limitan a pasear de una forma más o menos acelerada junto con otros compañeros en lo que se denominan “grupetas” sin más intencionalidad que cubrir un número de kilómetros similar a los que tendrán que disputar en las competiciones y cuya mayor preocupación es conocer que es lo que deben tomar, ingerir o inyectarse para acceder al éxito deportivo.
La fórmula más sencilla y el atajo al margen de la legalidad en sustitución del sólido y eficiente trabajo. Una construcción ciclista que Manolo Sáiz proponía y demostraba fehacientemente como el camino inequívoco del éxito, pero que abandonó como tantos otros a los que el éxito y la grandiosidad acaba tristemente cegando. Y de aquellos polvos, más tardes llegaron estos lodos, que acabaron con un Manolo Sáiz excluido del ciclismo y con una etiqueta que ni siquiera el tiempo podrá borrar. De impulsor del ciclismo científico y moderno a abanderado de la horrenda pero real oscura trastienda del deporte de las dos ruedas.
Oscurantismo y penumbra, ingredientes de los últimos años de la vida ciclista de Manolo Sáiz. Y también de las películas de misterio, y es curiosamente en Cantabria donde ambos condimentos vienen a unirse ahora.
Manolo Sáiz no tiene reparos en explicarlo y se muestra encantado de ello. La cita es en un pequeño pueblo llamado Las Fraguas, situado a 48 kilómetros de Santander. Para llegar hasta allí, debemos tomar la N-611 que une las ciudades de Santander y Palencia. Es un lugar muy especial tanto para Sáiz como para los cinéfilos.
Es la comarca del Besaya, en pleno centro de Cantabria. Entre la espesa bruma, lo verde y una vieja arboleda, emerge el Palacio de Los Hornillos, morada de espíritus y cuerpos errantes que el cineasta Alejandro Amenábar recreó en su película “Los Otros”. Misterio y naturaleza se mezclan en esta bellísima parte de España, que sobrecoge a cualquiera, especialmente cuando uno se acerca de noche y en un día invernal de niebla, dada la apariencia irreal de este palacio.
La aristocrática mansión ocupa una extensa pradera en un rincón del Valle de Iguña. De estilo inglés, diseñado por el arquitecto Selden Wornum y edificado entre 1899 y 1904, posee uno de los parques más bellos de Cantabria, con sus estanques, lagos y bosques peculiares por sus diversas especies de árboles centenarios.
Dejando a un lado la inquietante imagen que ha creado este entorno en nuestra memoria ligada al celuloide, podemos observar como con la luz del día, este maravilloso paisaje guarda un equilibrio entre la armonía y la paz que invita el más placentero de los descansos.
Recientemente, una parte ha sido rehabilitada y acondicionada para la celebración de bodas y eventos de diversa índole. Los mitómanos del cine ya pueden darse el gustazo de ofrecer su banquete en los jardines donde la protagonista se reencontraba con su marido, al volver de la guerra, envueltos en una espesa niebla. También hay un salón interior, situado en la casa originaria, que data de finales del siglo XVIII, una verdadera joya arquitectónica que ha sido recuperada, pero que no es la que aparece en la película. Todo por obra y gracia de Manolo Sáiz, que junto con otros socios se ha embarcado en este negocio de hostelería.
La vivienda principal de “Los Otros” es posterior a esa primera construcción y se mantiene como propiedad privada, pero desde fuera es posible admirar, a través de una imponente puerta de hierro negro, la esbeltez de sus muros, a los que se llega por unas elegantes escalinatas. Según cuenta Sáiz, este palacio de estilo inglés, conservado por sus dueños con esquisto cuidado, sirvió como inspiración para diseñar el Palacio de la Magdalena, creado por suscripción popular, para albergar a la familia real española en Santander.
En definitiva, un lugar que conviene visitar, ya que uno encuentra un marco tan incomparable como especial. Un paisaje de cine, nunca mejor dicho. Mientras tanto, Manolo Sáiz sigue en penumbra, pero en esta ocasión, afortunadamente, se debe a circunstancias ligadas al mundo de los rodajes cinematográficos y no al de las ruedas de las bicicletas.
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